Cuenta una leyenda
Egipcia, que en tiempos de gran sequía, un leal Hechicero de las tierras pasaba
las noches conversando con el cielo, implorándole a este que por bondad dejara
caer unas gotas de agua sobre sus tierras. El cielo, caprichoso como alma de
cuna, le agradecía al hechicero sus plegarias, ya que le hacía recobrar la
importancia que en este tiempo parecían haber olvidado algunos de los aldeanos,
pero aún así sentía que su existencia en la tierra se había limitado a expulsar
ese fluido por el que manaba vida, tan anhelado al faltar.
Una noche, mientras
reflexionaba el Hechicero, cayó en la cuenta de que su pueblo había sido
hipócrita por el hecho de culpar de este desastre a uno de los responsables de
la existencia del ser humano. Mostró al cielo la blasfemia de sus plegarias, le
agradeció que sostuviera los astros, agradeció también que por sus venas manara
el viento y así desarrollara vida en la tierra, le agradeció que por las noches
mostrara las estrellas, mostrándonos siempre donde está el norte.
Después de escuchar
las palabras del hechicero, el cielo comenzó a soplar con fuerza arrastrando
junto a él las nubes tan añoradas del norte.
- Ya estás más
cerca de aprender uno de los secretos más olvidados de la humanidad - susurró el cielo - Habéis olvidado valorar
lo mas vital para la vida, lo que nunca os ha faltado, y no os habéis dignado a
mirar vuestro alrededor. Habeis estado cerca de destrozar el mundo, habéis
adorado a ídolos cuando los habéis necesitado, y habeis codiciado las riquezas
y el oro, cuando los verdaderos ídolos están el prójimo que te da el pan cada
mañana y construye un mundo mejor, y la mayor riqueza de este mundo sin amor no
tendría sentido -.